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jueves, 28 de octubre de 2010

Esto no es una imitación



Muchos son los directores de cine que a lo largo de la Historia se han inspirado en obras de arte anteriores. Las Musas son caprichosas y pueden surgir de cualquier sitio: pintura, arquitectura, música, poesía, etc. Una cosa es la mímesis, copia fiel del objeto verdadero y otra la recreación personal de la realidad objetiva. Precisamente René Magritte –uno de los autores que cito- llevó a cabo en su etapa de realismo mágico una obra pictórica que tituló “Ceci n’est pas une pipe” (esto no es una pipa) cuando curiosamente lo que estaba plasmando era eso, la consabida pipa de fumar. Alude al cuestionamiento de la realidad del lienzo: no podemos fumar con este instrumento. Sin embargo el arte, aunque inerte en el sentido más estricto de su versión material, nos hace soñar, nos vincula con nuestros referentes culturales o sentimentales y por ende no resulta inútil –salvo que el espectador sea un bulto con ojos con la “sensibilidad” suficiente como para colgar, por ejemplo, un Miró en su cuarto de baño-.

Precisamente el autor belga Magritte realizó en su etapa surrealista el aclamado cuadro “Los amantes”, en el que vemos a una pareja que se besa con sus cabezas envueltas individualmente en telas.



Hay quien dice que alude al concepto del misterio –importante elemento en la atracción/fascinación sentimental junto con la admiración- y otros opinan –quizás buscando la carnaza- que era un recuerdo del autor, el recuerdo de la madre suicida que fue encontrada ahogada en un río con su vestido tapando su cara. Precisamente Pedro Almodóvar lo emplea en una secuencia de “Los abrazos rotos”, un relato en el que Lena (Penélope Cruz) y su marido por conveniencia, el anciano Ernesto Martel, retozan en la cama con una pasión que sólo experimenta éste último, ya que Lena es amante del director de cine Mateo Blanco – la pintura sobre el cine y el cine dentro del cine, todo un bucle de reminiscencias surrealistas en esta historia de amour fou, donde podríamos pensar que se oculta el rostro de los amantes porque no constituyen la pareja real, sino la forzada, porque Martel está de más-.

Otra película que indiscutiblemente toma como modelo a una obra pictórica en una de sus secuencias –si acaso irreverente para los creyentes más puristas- es “Viridiana” de Luis Buñuel, con el mural “La última cena” de Leonardo Da Vinci. Antes de profesar sus votos como monja, Viridiana acude a visitar a su tío Jaime, hombre traumatizado por el fallecimiento de su esposa en la noche de bodas y aún más cuando contemple el parecido físico entre su mujer y Viridiana. El hidalgo Jaime se obsesionará con su sobrina hasta el punto de querer verla vestida con el antiguo traje de novia de su difunta, parte de su suplicio. Tras el suicidio del tío, Viridiana querrá dedicar su vida a un grupo de vagabundos, que la traicionarán hasta límites insospechados, como Judas Iscariote traiciona a Jesús de Nazaret. Pero estos homeless castizos , mediante una orgía supuestamente blasfema, acabarán con el candor de Viridiana. Y es que la relación con la religión en Buñuel fue compleja, de ahí su mítica sentencia “Soy ateo por la gracia de dios”. En definitiva, tenemos aquí lo grotesco y áspero de esta escena buñueliana en contraposición a la sensibilidad y detallismo del quehacer de Da Vinci. En 1993, David Cronenberg realizó una aclamada versión , lejana pero inspirada en hechos reales, de la ópera de Giacomo Puccini ,“Madame Butterfly” (“M. Butterfly”, el filme). Si en la ópera de Puccini el protagonista masculino es un oficial de la marina de EE.UU. que recala en Nagasaki y se casa con la Señorita Butterfly como quien compra un souvenir –aunque para ella es un acto sagrado y de por vida-, en el film de Cronenberg, él es un diplomático francés, René Gallimard, que mantiene una relación con una diva de la ópera que en realidad resulta ser un hombre – ya sabemos que en China las mujeres no podían actuar en estas representaciones-. Lo curioso y loable de este director canadiense, el autor de la agonía y la transformación física y psicológica, es que casi consigue hacernos creer en la verdadera ingenuidad e ignorancia de Gallimard con respecto a la auténtica sexualidad de su amante, y en el presente caso –justo al revés que en la ópera- será derrotado por la inteligencia de éste, encarnación de un espía que hará que el diplomático acabe en la cárcel. De ser cierta esta trama, como en la vida real se hizo creer, intuyo que Gallimard era imbécil o tenía una sorprendente capacidad para engañarse a sí mismo... o a todos.