Dijo Orson Welles sobre F. Fellini: ‘Sus sofisticaciones funcionan porque las ha creado alguien que no es sofisticado (…)’. Pienso que en cierto sentido aludía así a la naturalidad que emana de la espontaneidad, de la gracia de quien no pretende gustar a todo el mundo. De esta manera muchos directores de cine han concebido a personajes de huella indeleble que han nacido transitando por sus propias biografías u obsesiones hasta conformar en ocasiones un alter ego o casi un tratado humanístico.
Truffaut explicó: ‘Me doy cuenta de que estoy alejado de las evoluciones estéticas, ya que no puedo hacer nada que no sienta profundamente’. Y precisamente este realizador dio lugar a su otro yo (Antoine Doinel) a través del actor Jean-Pierre Léaud, quien aún hoy muestra una mirada curiosa, el destello indefectible del hombre singular y entusiasta (igual que su mentor), del cómico inquieto, el mismo que señaló hace no mucho en una entrevista: ‘Yo, que soy tan sólo un actor, me siento hasta cierto punto autor de una obra’. Y no es para menos.
De Woody Allen se ha comentado hasta el hartazgo que siempre interpreta al mismo personaje, y tanto si esta afirmación resultase cierta como si no, lo verdadero reside en que esa actitud ha generado un hilarante repaso a la filosofía del hombre contemporáneo: las relaciones de pareja, la amistad, la infancia, el azar…en fin, toda una declaración de intenciones que ya apuntaba maneras en los primeros minutos de ‘Annie Hall’ (1977), aquel inicio tan sencillo y a la par tan grande.
Siguiendo otras estelas menos amables tenemos a Michael Haneke, un autor de temáticas constantes. Muchas de ellas las aunaba el rol de Isabelle Huppert, una de sus actrices fetiche, en ‘La pianista’ (2001). A saber: incomunicación, violencia, enfermedad, etc. Y Haneke muestra su sofisticación en la necesidad imperiosa de no juzgar a sus ‘criaturas’, algo que les da apariencia de frías. Ya indicaba Emmanuelle Riva sobre ‘Amour’ (2012): ‘Haneke vino a mí, después de una escena el primer día de rodaje y me dijo: “Es muy bonito pero demasiado dulce y tierno. Nada de sentimentalismos”. Me dio la clave, lo entendí todo y me entregué a fondo’ (*).
Justo así de gélida se comporta esa pianista especializada en Schubert, descarnada y cruda, tan cruda como la otra versión de Huppert que nos ofreció Claude Chabrol en ‘Gracias por el chocolate’ (2000), cuando su rol comenta al final que hace el mal porque no puede evitarlo.
He aquí una pequeña muestra de esos personajes de tendencias tan marcadas, aunque daría para mucho más…
(*) Número 2035 de Fotogramas.