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sábado, 24 de julio de 2010

La bondad, el octavo pecado capital






Creo que poco de nuevo se puede aportar sobre una película tan mítica como “Matar a un ruiseñor”, salvo la propia opinión personal de cada cual, claro está. Su personaje principal que se ha grabado a fuego en la memoria de todos los cinéfilos como Atticus Finch, representa indudablemente al héroe americano que de un modo no exento de hipocresía nos han intentado vender desde el american way of life y que muy probablemente escasee bastante en la sociedad estadounidense y en cualquier otra , por qué no…

La honestidad de la que hace gala Atticus no resulta para nada convencional: Finch es un amantísimo padre viudo y abogado respetado por todo el pueblo sureño en que vive por su conocida nobleza y talla moral. Aunque este rol, encarnado por Gregory Peck, constituya el eje sobre el que se cimenta la historia, sus dos hijos pequeños no están exentos de notoriedad en esta trama que en su forma primigenia de novela de Harper Lee, ganó el premio Pulitzer. Los niños en cuestión son Scout, la pequeña; y el mayor, Jem. Ambos viven atemorizados y excitados a la vez por conocer la presencia de su loco y extraño vecino Boo, quien se dedica a coleccionar en un hueco del árbol de su jardín toda clase de extraños objetos que Jem irá atesorando en una caja como su bien más preciado.
Me parece especialmente interesante el personaje de Scout, una niña observadora e inquieta que se siente desubicada cuando tiene que vestirse “de niña” para acudir a su primer día de colegio. Además destaca su voz en off, ya de mayor, que narra la historia, y que en su infancia muestra un complejo perfil mediante el cual desde los seis años actúa como actriz y espectadora de su propia vida.



Imagino que explicar que el argumento de “Matar a un ruiseñor” versa sobre las peripecias de este Atticus Finch que pasa de ser un ciudadano ejemplar, a ganarse el odio de muchos de sus convecinos por defender a un hombre de raza negra acusado falsamente de violación, puede parecer una perogrullada, pero ésa es la esencia.

No deja de mostrarse como algo curioso y peligrosamente cercano a cierta doble y falsa mentalidad norteamericana, el hecho de que Atticus -como sus propios hijos lo llaman- sea un hombre abnegado que se dedica en exclusiva a tres cosas: su labor como letrado, el cuidado de sus retoños a medias con una empleada de color y a su vida social que se reduce a conversar con sus vecinos diciéndoles lo que estos quieren oir para alegrar a todo quisqui. Sin embargo me falta algo…¿por qué este Gregory Peck tan estupendo parece un ser asexuado? Cualquiera diría que para ser “bueno” del todo estaría obligado a guardar fidelidad física y emocional de por vida a su fallecida esposa – !qué diría Sarah Palin de lo contrario!-.


En fin, a pesar de esta cierta ironía , “Matar a un ruiseñor” de Robert Mulligan me parece un film que, con sus defectos, está lleno de una sensibilidad innegable y que además de retratar a la sociedad racista de los EE.UU. profundos de aquella época
–algunos años después del crack del 29’- realiza un visión muy afortunada de esa generación de niños adorables llenos de curiosidad e imaginación –“los que jugábamos en la calle”, como dicen algunos- a través de una excelente fotografía. Indudablemente me sumo a la legión de cinéfilos que consideran esta peli como un clásico indiscutible.

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